POBLADORES DEL BARRO
Llegaron de los campos de
Toledo, Extremadura, Andalucía... La tierra no les daba para vivir y tuvieron
que emigrar para “buscarse la vida”. Algunos huían de la represión tras la
guerra civil, buscando un nuevo lugar en el que comenzar. Todos tenían un
denominador común: trataban de sobrevivir en los tiempos del hambre.
Venir a Madrid era una
aventura en busca de la “tierra de las oportunidades” similar al “sueño
americano” en versión cañí.
Vinieron en camiones, por
carreteras polvorientas y llenas de baches. En el equipaje se traían parte de
su vida anterior en forma de trastos y enseres. No faltaban las gallinas que
daban al viaje una animación peculiar.
En esta búsqueda de una vida
más digna Orcasitas era zona de paso, la penúltima estación antes de llegar a
la gran ciudad. Aunque muchos, la mayoría, terminaron quedándose aquí. Al
llegar a Madrid, quienes venían a Orcasitas tenían una cita en las “Bodegas
Consuegra”. Éstas eran el centro neurálgico del barrio, un lugar al que acudía
todo el mundo para hacer contactos, reencontrarse con los paisanos del pueblo y
que éstos les ayudasen a dar los primeros pasos en la ciudad.
Tiempos de pensiones y
estufas de carbón desesperantes. Tiempos en los que las primeras lluvias
formaban un barro que provocaba maldiciones y lamentos: “maldito el primero que
vino a Orcasitas, que no hay más que barro”, dijo alguna buena mujer.
Aguadores y cántaros de
agua, basureros en cada descampado, orinales en cada casa, escasez y falta de
espacio hasta para dormir. Era una época en la que había que pedir permiso a
Sanidad, además de pagarle al funcionario de turno unas dádivas y que diera
permiso para instalar en casa un water sin disponer siquiera de alcantarillado.
Tiempos de miedo a la
piqueta. En cualquier momento podían tirarles la habitación que habían
construido con nocturnidad y la alevosía de atreverse a buscar un poco de
dignidad. Por aquel entonces incluso traían a los presos políticos para tirar
las casas. Una más de las paradojas provocadas por la terrible dictadura.
Con la llegada de las gentes
del campo, la ciudad iba ensanchando y poco a poco superaba silenciosamente los
límites establecidos por los cuarteles militares.
Allá por 1956 La Meseta
crecía principalmente por dos calles que bajaban por donde ahora está el campo
del Orcasitas, la Calle Pradera del Valle y la Calle Antonio Domínguez. Allí se
iban emplazando casas bajitas, hechas a escondidas, algunas de noche. Lugares
en los que empezar de nuevo, lugares para albergar en poco espacio a familias
enteras.
Por aquel entonces Orcasitas
pertenecía al pueblo de Villaverde. Tenía una pequeña escuela, la de Don Ramón “el
loco”, a quien se tenía por hombre cultivado y que acabó en un manicomio. Por
su escuela, que era también su casa, pasaron muchos niños de Orcasitas.
Don Ramón tenía una letra
preciosa. Los Domingos iba por los bares con Tomasín con la honrosa intención
de reclutar niños para su escuela. El sistema era simple, marketing directo:
Tomasín recitaba los ríos de España cuando Don Ramón se lo decía, tras lo cual
los lugareños admirados, enviaban a sus hijos a la escuela para que los
aprendieran también.
Al igual que Don Ramón en
Meseta hubo un Don Alejandro en lo que sería el actual Poblado. Maestros, de
barrio, con mucha voluntad y pocos medios.
La vida cotidiana era dura.
Los padres iban a trabajar andando hasta Legazpi o a Isabelita Usera para coger
el tranvía. En pleno invierno y caminando por la vía del tren para no pisar
charcos, comenzaba cada mañana una dura jornada de trabajo que terminaba cuando
caía el sol. Al final del día muchos frecuentaban los bares del barrio,
auténticos hervideros llenos de vida. Las Bodegas Consuegra, el Bar Casablanca,
el Bar de Ambrosio, la Belviseña, que luego fue bailongo, el Virdella, el Bar
del Zamorano, el Bar de Negreira, el Bar de los Pinchos, que tenía dos plantas
y estaba en la calle Joaquín Francés. Todos eran lugares a los que se acudía,
con más sed que dinero, en busca de un rato de charla y un chato de vino.
Mientras, las madres se
ocupaban de la casa y los hijos. Era un trabajo duro, pues había que ir a por
agua a los tanques, lavar la ropa, remendar descosidos, y hacer el cocido
diario con más “gabrieles” que “pringá”, que era la comida habitual. Los huevos
fritos con patatas y el pollo asado quedaban para los días de fiesta. Las
mujeres mantenían y cuidaban la familia. Esas mujeres fueron decisivas para que
el barrio saliera adelante. Con el tiempo tomarían un protagonismo acorde con
sus méritos; pero esa es otra historia que algún día deberá ser contada.
La radio era una de las
ilusiones de aquel entonces: “cuando sentemos el ato tendremos radio”, decía la
madre del pequeño Félix López-Rey, que más tarde lideraría el movimiento
vecinal más interesante de cuantos habrían de acontecer en la llamada
“Transición Política”. Cuando por fin pudieron comprarse una Tersicore la radio
entró a formar parte de sus vidas y, con gran expectación, escucharon a Bobby
Deglané, “Matilde Perico y Periquín” e incluso al hijo del señor Antonio el
sereno, que un día fue al concurso “Vale todo”; también “Los Formidables”, que
acabaron dedicando un programa a Orcasitas.
La vida de Orcasitas
transcurría apaciblemente, como en un pueblo. La hora de la siesta servía para
que las madres salieran a la puerta de las casas para hacer encaje de bolillos
mientras conversaban sentadas en una silla de esparto.
Los Domingos eran para
descansar y disfrutar. El “Cine Baile”, que estaba en la Gran Avenida, marcó
toda una época. Era el sitio de moda en el barrio. Se proyectaban películas y
se organizaba un baile los Domingos. Otros bailongos fueron: “Las Vegas” y “El
Paraíso” en La Agrícola (Orcasur). Más tarde se puso en marcha otro bailongo
que también fue importante en el barrio: La Belviseña”. Y cómo no, el fútbol.
Los equipos de barrio proliferaron en Orcasitas, que en 1956 ya contaba con
cuatro clubes futboleros: El Alegría, el Maris Stella, el San Paulino y el
propio Orcasitas, que tenía su campo en la calle Felisa Alonso, pegado a la vía
en lo que hoy es Orcasur junto a la Avenida de los Poblados. Sus hazañas
deportivas fueron muchas y dieron lugar a lo que hoy es la Agrupación Deportiva
Orcasitas. El equipo del barrio. El Fútbol fue importante en la vida de los más
pequeños, que incluso podían sacar unas perras vendiendo “La Goleada” y “La
Gaceta” a la salida de los cines y en las puertas del metro.
La vida de los más pequeños
discurría con alegría. Jugaban en las Praderas del Pradolongo y ensuciaban sus
pantalones de la semana. El actual parque era un bello paraje por el que
discurría un arroyo, aunque siempre estaba lleno de ratas. Los chavales de
Orcasitas hacían grandes batallas a pedradas con los de Usera. Acudían a misa
todos los Domingos y se sacaban unas perras recogiendo huesos o balines de la
guerra civil para luego venderlos. En las inmediaciones del “Cine Baile” se
juntaban para intercambiar tebeos del Capitán Trueno y novelas de Corín Tellado.
Otro trabajillo de los niños
consistía en acompañar a sus hermanas mayores al autobús cuando éstas iban a
Madrid. Les llevaban los zapatos para que no se mancharan de barro. Cuando
llegaban a la parada se quitaban las botas de agua y se ponían los zapatos para
estar guapas y limpias de cascarrios (barro) en la ciudad. Los niños retornaban
a casa con las botas de agua y a cambio recibían una propinilla.
Ir a Madrid era toda una
odisea. Había que coger una Camioneta de “La Adeva”, que pasaba por San Fermín
y que siempre venía llena. Más tarde, comenzaron a llegar camionetas pirata que
paraban justo delante de las Bodegas Consuegra. Lo más habitual era ir andando
hasta Legazpi. Más tarde llegaron las Camionetas Valdés, que como el actual 78
de la EMT, hacían el recorrido de Orcasitas a Embajadores.
Todos tendemos a endulzar
los recuerdos. La vida está plagada de momentos felices aún en las peores
condiciones, pero es necesario decir que las casi 2500 familias que poblaron
Pradolongo y Meseta en los años cincuenta y primeros sesenta, pasaron grandes
precariedades y tuvieron unas condiciones de vida extremas, con falta de agua,
electricidad y sin unas condiciones mínimas para la higiene básica. Fueron
muchos los que murieron a causa de que las ambulancias no llegaran o
embarrancaran en La Gran Avenida. Otros tuvieron que ser trasladados por los
propios vecinos hasta una zona donde poder ser recogidos. Sirvan estas líneas
como homenaje a quienes, desde la más absoluta de las precariedades,
aprendieron a soñar con un mundo mejor.